Abel, tierna fábula y prometedora ópera prima

Una de las citas más famosas de Alfred Hitchcock clama aquello de “nunca trabajes con animales, niños o con Charles Laughton”, haciéndose eco de las complicaciones que conlleva el intentar controlar en los rodajes estos factores incontrolables, y que luego además entregaran en pantalla todo lo que pedía su director. Por eso el debú detrás de las cámaras de Diego Luna, quien coloca a un infante como principal fuerza y motor principal de su relato, es, si cabe, más notable, más valiente. Abel nos coloca en la mirada de un niño autista (o con alguna otra enfermedad psicológica que no se llega a revelar, y que tampoco tiene más importancia) que al salir del hospital encuentra que su padre ya no aparece en el dibujo de la casa de su disfuncional familia, razón por la cual decide tomar su figura en el organigrama y así crear un método de escape a su enfermedad.
Apadrinado por su inseparable amigo Gael García Bernal y con la confianza de John Malkovich, Luna sorprende en una labor que seguro seguirá in crescendo y que esta vez ha querido dedicar «a sus hijos”. De momento, ya ha dejado al Festival de Cine de San Sebastián satisfecho, habiendo ganado aquí el premio del Jurado Joven (entregado por, entre muchos otros, el que escribe estas líneas) y el disputado en Horizontes Latinos, y todo gracias a una conversión laboral pocas veces exitosa.
A través de la mirada ilusa de este pequeño nos vemos transportados hasta un mundo adorable y divertido con algunas situaciones que llegan al más puro surrealismo absurdo (en el mejor sentido de la acepción), pero que, gracias a la naturalidad del joven Christopher Ruíz-Esparza, se salvan para envolvernos en un ambiente adorable y exquisito. Buenrollista y amable, la película tiene un buen fondo de armario y consigue dar con la salida a temas dramáticos gracias a lo mejor de nuestra existencia, el humor y los niños. A su alrededor todo un elenco de actores que cumple su cometido a las mil maravillas, desde el hermano más pequeño (hermanos también en la vida realidad) hasta la preocupada madre acompañando a Abel, quien con su gracia roba cada una de las escenas.
Aún con un final un tanto habitual y ultra-dramático (a diferencia del resto del metraje), la obra demuestra destellos de brillantez en cada risa y situación, no sin encontrarse con algunos puntos dignos de una situación de telenovela latinoamericana, salvada con gracia. La mirada de un niño es la única capaz de hacernos ver la pobreza y la enfermedad con esperanza y sonrisas.
Diego Luna ha salido de San Sebastián con las manos llenas y, pese a que su primera obra esté pasando desapercibida (y en sólo un puñado de salas) por nuestro país, se merece que le echemos un vistazo y veamos como la actoral puede ser la menor de sus cualidades. Sin duda, desde este momento, seguir su labor como director será interesante y es que si algo muestra en esta ópera prima es que tiene dos de de las cosas más básicas en un cineasta, una mirada y un corazón. Seguiremos vigilando.
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